MARIA, MADRE DE DIOS

MARIA, MADRE DE DIOS

MARIA, MADRE DE DIOS

Y, llegado el momento, el Verbo se encarnó en María, la siempre Virgen e Inmaculada. Así, Ella se convirtió en Hija predilecta del Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Espíritu Santo. En la Encarnación, el Verbo asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación Divina.

Recordemos las palabras del Evangelio de San Lucas:

“El ángel entrado en su presencia dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.

El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin»” (Lc 1, 28-33)

La Anunciación a María inaugura «la plenitud de los tiempos». María es invitada a concebir a Aquel en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad». La respuesta divina a su «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti”.

Al anuncio de que ella dará a luz al Hijo del Altísimo sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo, María respondió por la obediencia de la fe, segura de que nada hay imposible para Dios: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra». Así, dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la Voluntad Divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención.

María es Madre de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Entonces se plantea la pregunta, ¿Cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios?

La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad Divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación Divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con Él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.

Así pues, al proclamar a María «Madre de Dios», la Iglesia desea afirmar que ella es la «Madre del Verbo encarnado, que es Dios». Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo.

Aconteció un 23 de diciembre del año 428 en la catedral de Constantinopla, que estaba predicando el predicador Proclo y escuchaba el Patriarca Nestorio. “Al terminar, Proclo invocó a María como Madre de Dios, pero aquello molestó al Patriarca, que tomó la palabra y dijo que eso no le parecía correcto, aunque el pueblo hablase de Santa María, Madre de Dios, no era correcto. Que había que decir que María es madre de la humanidad de Jesús. Sería ‘madre del templo, pero no del Dios que está dentro del templo’: así lo explicaba él.

Se armó un gran revuelo, algunos hablaban en voz alta, y un abogado de Constantinopla que se llamaba Eusebio, se puso de pie y gritó: “el Verbo Eterno, por segunda vez, nació de la Virgen María”.

San Cirilo de Alejandría fue el obispo elegido por Dios para explicar y defender la conveniencia de llamar a María Madre de Dios. Él explicó que cuando se es madre, se es madre de una persona, no únicamente de un cuerpo. Cuando decimos que somos padres de un hijo, sabemos que hemos engendrado su cuerpo, no su alma, que es infundida por Dios, pero a nadie se le ocurre decir ‘soy madre del cuerpo de mi hijo’.

En Jesús no hay dos personas, una humana y otra Divina, de la que María es madre solo de la persona humana. Esto no es así, sino que en Jesús hay una única persona, que sin dejar de ser Dios ha tomado la condición humana, y María por la encarnación se ha hecho Madre de esa única persona.

Se acudió al Papa Celestino I para que se decidiera cuál era la Verdad y se convocó, 2 años y medio después de aquel suceso en la catedral, el Concilio de Éfeso (año 431) donde se confirmó solemnemente como verdad de fe de la Iglesia la maternidad Divina de María. Este dogma se celebra litúrgicamente el primer día del año.

María es la Madre de Dios (Theotókos)

Este título, de Madre de Dios había aparecido siglos antes del Concilio en una entrañable invocación a María que se sigue usando todavía hoy:

Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos
en nuestras necesidades,
antes bien
líbranos de todo peligro,
¡oh Virgen gloriosa y bendita!
Amén.

En el Calvario, el Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo predilecto Juan y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia.

Así María se convierte en Madre de la Iglesia, es decir, es Madre de cada uno de los que formamos el Cuerpo Místico de la Iglesia y del cual Cristo es la cabeza.

En la encíclica Redemptoris Mater de San Juan Pablo II podemos leer:

Después de los acontecimientos de la resurrección y de la ascensión, María, entrando con los apóstoles en el cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba presente como Madre del Señor glorificado. Era no sólo la que «avanzó en la peregrinación de la fe» y guardó fielmente su unión con el Hijo «hasta la Cruz», sino también la «esclava del Señor», entregada por su Hijo como Madre a la Iglesia naciente.

En efecto, la Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la resurrección de su Hijo.

«Finalmente, la Virgen Inmaculada fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte» (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es «miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia» (LG 53).

«Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

«Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna. Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora»

La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro mediador: «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder».

Durante el Concilio Vaticano II, Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia. La fiesta litúrgica se celebra el lunes siguiente a Pentecostés.

La Santísima Virgen es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Este culto es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente; encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario.

Os dejamos una oración de consagración a Su Inmaculado Corazón que Ella misma dio en Medjugorje:

Oh, Corazón Inmaculado de María, lleno de bondad,
muéstranos Tu amor para con nosotros.
La llama de Tu Corazón, oh María,
inflama a todos los hombres.
Te amamos infinitamente.
Imprime en nuestros corazones
el verdadero Amor, de modo que tengamos
un continuo deseo de Tí.

Oh María, de suave y humilde Corazón,
acuérdate de nosotros cuando estemos en pecado,
Tú sabes que todos los hombres pecan.
Concédenos, por medio de Tu Inmaculado y Maternal Corazón,
que seamos curados de toda enfermedad espiritual.

Haz que siempre podamos contemplar
la bondad de Tu Corazón Maternal, y nos convirtamos
por medio de la llama de Tu Corazón. Amén.

QUE ELLA OS BENDIGA CON SU BENDICIÓN MATERNAL

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